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Venezuela, las izquierdas y la democracia

Desde el Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur, y las personas que aquí suscribimos, queremos intervenir en el debate sobre lo ocurrido en Venezuela antes y después de las elecciones presidenciales del pasado 28 de julio de 2024.
Diversas voces internacionales han dejado sentada la exigencia al gobierno de Nicolás Maduro de publicar de forma transparente los resultados electorales a detalle, como un requisito mínimo de legitimidad democrática para permitir al electorado avalar el resultado. Cabe señalar que la comparación de las cifras de cada mesa con las que constan en las actas electorales, en manos de los testigos de cada mesa, es el principal mecanismo de auditoría contemplado en la legislación electoral venezolana. Es evidente que este requisito no puede ser sustituido por ninguna decisión tomada desde arriba; menos aún, por el Tribunal Supremo de Justicia, que al hacerlo usurpa atribuciones exclusivas y excluyentes de otro poder del Estado, el Consejo Nacional Electoral (CNE). Urge una transparencia fáctica y absoluta. Como manifiesta un comunicado reciente de las izquierdas venezolanas, “La gente sabe lo que pasó” aquel día. El sol no se puede tapar con un dedo.
Nos preocupa que muchos medios y grupos sociales aún asocien el actuar del régimen de Nicolás Maduro al campo político de las izquierdas. El argumento suele ser que cualquier duda acerca de los resultados electorales es injerencista, o que dudar de la transparencia y legitimidad del proceso electoral irrespeta la soberanía del pueblo venezolano, deshonra el legado revolucionario de Hugo Chávez y le hace el juego al imperialismo de los Estados Unidos contra Venezuela. Se propone que las líneas del conflicto corren entre una Venezuela bolivariana revolucionaria, y una oposición fascista, telecomandada desde el imperio.
Sin embargo, la realidad venezolana hoy es mucho más compleja de lo que sugiere esta lectura. La política del gobierno de Maduro, autodenominado como una “alianza cívico-militar-policial”, dista mucho de honrar el legado del proceso bolivariano y la Constitución de 1999. Sus políticas neoliberales, extractivistas y oligárquicas son la causa por la cual una gran proporción de la población de Venezuela desea hoy un cambio de gobierno – desde el Partido Comunista (antes de que fuera intervenido por el gobierno de Maduro), pasando por fuerzas de izquierdas en el seno del chavismo histórico, corrientes ambientalistas, feministas, socialdemócratas y liberales, hasta la derecha política neoliberal y pro Estado Unidos representada por María Corina Machado. Tildar este variopinto espectro simplemente de ‘fascista’ no solamente es incorrecto, sino que corre peligro de reducir el adjetivo ‘fascista’, que hasta hace poco era una categoría política precisa, a un simple insulto cualquiera.
En Venezuela hoy se puede denunciar las inhumanas sanciones económicas del imperio y, a la vez, pronunciarse contra el autoritarismo del gobierno de Nicolás Maduro – postura que sostenemos quienes suscribimos este texto. El pueblo venezolano no puede ser rehén de consideraciones geopolíticas que idealizan un mundo multipolar, para las que es prioritario ‘no hacerles el juego a los intereses de los Estados Unidos’, mientras carecen de una mirada crítica hacia los roles que pueden tener otras potencias mundiales, como Rusia o China. Es evidente que para todos estos actores Venezuela es, en primer lugar, un inmenso reservorio de petróleo y minerales.
Gran parte de la población venezolana vive hoy en una situación de chantaje porque su sobrevivencia material – por ejemplo, la entrega de víveres de primera necesidad – depende de su declarada lealtad al gobierno. Llama la atención que en 2024, a diferencia del 2017, no es la clase media la que sale a las calles a protestar, sino que son, principalmente, las clases populares. Clases populares agredidas en sus barrios por grupos de choque del gobierno, y cuyos jóvenes son encarcelados bajo la acusación de ‘terrorismo’ y crímenes de odio.
Estamos asistiendo a la instalación jurídico-institucional de un régimen autoritario en Venezuela, que resuena con el legado histórico más oscuro de las izquierdas, nunca del todo superado: el stalinismo.
Esto ocurre mediante
·   la subordinación al Poder Ejecutivo de todas las instituciones y poderes, incluidos los mecanismos de control, el Consejo Nacional Electoral, el poder legislativo y el Tribunal Supremo de Justicia;
· la intervención de la mayoría de los partidos políticos de oposición, incluyendo el Partido Comunista de Venezuela, mediante decisiones de dicho Tribunal Supremo de Justicia, nombrando nuevas juntas directivas favorables al gobierno;
·   la censura, el cierre y/o bloqueo de medios de comunicación y sitios web no favorables al gobierno;
·   la persecución de quienes insisten en un procedimiento democrático, por ejemplo, anulando sus pasaportes o deteniéndoles.
·    la aprobación por la Asamblea General de leyes como la “Ley de Fiscalización, Regularización, Actuación y Financiamiento de las organizaciones no gubernamentales y organizaciones sociales sin fines de lucro” que limitan severamente la libertad de asociación y organización y las libertades políticas.
·  el fortalecimiento de un Estado policial paralelo producto de la excepcionalidad posibilitada por las sanciones económicas, la desinstitucionalización general, y la crimi-legalidad que vulnera el Estado Social de Derecho y de Justicia que la Constitución de la República de Venezuela demanda.
·     un discurso sacralizante, pseudo-religioso, que legitima a Maduro como “elegido de Dios” que pretende clausurar el debate político y resulta de alianzas oportunistas con grupos evangélicos antiderechos.
·   la exaltación y profundización del extractivismo como supuesto único horizonte posible para la política macroeconómica venezolana.
·   la repartición generosa de prebendas, por ejemplo, concesiones de minería de oro – a altos mandos militares para asegurar su lealtad.
La revolución bolivariana liderada por Hugo Chávez fue un proceso marcado por muchas tensiones y contradicciones, que en parte siguen incidiendo sobre el escenario actual – como la extendida presencia militar en el gobierno o la fusión Estado-partido. Al mismo tiempo, fue un proceso que empoderó a los sectores populares, profundizó la democracia en muchos sentidos y redujo la pobreza y la desigualdad de manera significativa. Fue un proceso que, con el ALBA, detonó debates sobre una integración regional transformadora en América Latina. Este proceso fue clausurado, desmantelado y revertido por el gobierno actual. En un mundo en el que las extremas derechas ganan cada vez más terreno, tanto en lo electoral como en las narrativas y subjetividades, nos preocupa mucho que el gobierno de Nicolás Maduro – al igual que el régimen de Daniel Ortega en Nicaragua – se siga asociando con ‘la izquierda’.
Si las prácticas políticas de ‘la izquierda’ no difieren de aquellas de un Donald Trump – desconocer resultados electorales, alinear el órgano supremo del poder judicial con las propias posturas políticas, alentar la violencia política de grupos de choque, hacer uso de las instituciones democráticas para desmontar la democracia -, no habrá ninguna razón de preferir a esta izquierda a la derecha. Tampoco la habrá si las políticas de ‘la izquierda’ no cumplen con sus promesas originarias: una mayor justicia social, mayor equidad, mayor posibilidad para la gente de decidir colectiva- y efectivamente sobre su futuro y su entorno (una definición radical de democracia). Si esta ‘izquierda’ se agota en meros eslóganes, que vacían de todo contenido a la solidaridad, la emancipación, el antiimperialismo, el poder popular o la justicia, será muy difícil mantener la credibilidad social del amplio abanico de opciones anticapitalistas y antisistémicas tan urgentes hoy, que se inscriben en un horizonte de izquierda emancipadora y plural. El objetivo de las izquierdas no puede ser aferrarse al gobierno por todos los medios, sino debe ser transformar a nuestras sociedades, desde todos los lugares y en todas las escalas.
Nuestras sociedades están cada vez más marcadas por polarizaciones múltiples que invitan a leer la complejidad social estrictamente en blanco y negro – polarizaciones reforzadas por las burbujas de opinión que generan las redes digitales. Una de estas polarizaciones tiene que ver con la pertenencia a los campos de izquierda y derecha. Nos parece necesario defender una idea de izquierdas plurales que han asimilado los duros aprendizajes que dejaron las experiencias históricas autoritarias; izquierdas plurales que siempre luchen por más democracia y nunca menos; por más diversidad; y por la emancipación de todas las relaciones de poder que nos atraviesan.
Nos adscribimos a una izquierda que busque alternativas de vida digna a la profunda policrisis actual, siempre desde abajo, con el pueblo y sus organizaciones, siempre con la Madre Tierra. Urge defender, en este contexto, la posibilidad misma de un debate plural: que los pueblos tengan espacios donde deliberar sobre su situación y sobre su futuro en colectivo.
Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur
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